viernes, 3 de enero de 2014

Los Cristos de mi pasión



Es un fin de año y siempre dedico una reflexión a lo vivido. En realidad, nos engañamos cuando creemos que se puede fraccionar el tiempo, porque el tiempo es como una flecha tendida arrojada al aire, y no se puede detener para inventariar un año. No hay año nuevo ni viejo, hay fragmentos de vida que se van desperdigando en el camino, y que uno ve partir en esa travesía inevitable de la existencia. Por eso hoy prefiero escribir de Cristo, de mis Cristos.

Tengo una colección insólita de la imagen de Cristo, recogida en algunos países hispanoamericanos. No son Cristos hieráticos, sagrados; sino imágenes volcadas sobre la creatividad popular. Cristos a la vez domésticos, íntimos y trascendentes. Pero pocos sumisos a la visión divina.

En un mercado de El Salvador compré un Cristo en la cruz con unos pantaloncillos rojos, saliendo de una mazorca de maíz; tiene tantos colores que da la impresión de que está en llama. Es un Cristo en la cruz pero no clavado, apenas tiene el estigma de los clavos en los pies, pero vuela libre con los brazos abiertos. Está colgado en la sala de mi casa y lo miro envuelto en ese profano esoterismo, dejándose leer, como si desde la sabiduría popular se pudiera percibir el temblor de su vestidura.

Otro Cristo que compré en Guadalajara, es apenas una aldaba de puerta, el hierro retorcido con unos alambres de púas que simulan la corona de espinas del crucificado. Cristo es aquí un celaje apocalíptico doblado sobre la tabla rústica, y las duras espinas de alambre; que inducen la imagen en su gloria más desconsolada. Está y no está, pero todo especula sobre su presencia. Cuando lo adquirí andaba con Virtudes Uribe y Miguel Decamps, y ambos opinaron sobre la dificultad de llevarlo en un avión. Es un cristo pobre, es una carcajada contra la muerte, pero a la vista de su sombra te invade una sensación de frescor.

Tengo otro Cristo mexicano que compré siendo muy joven en el 1969. Es una calavera grotescamente encaramada en la cruz, que ríe y provoca la excitación del gentío. En la cultura mexicana se chotea con la muerte, y el Cristo-calavera que ríe es una profanación del absoluto que ella representa. Cristo es inmortal, una divinidad; pero de los seres humanos, finitos en el tiempo; sólo los huesos cadavéricos juegan a la inmortalidad. Cristo es, por lo tanto, como un prójimo, encarnado en esa calavera.

También compré en un mercado de Guatemala un Cristo maleante y fugitivo. Está en la cruz amarrado con sogas, tiene unos tenis agujereados y una chaqueta de vivos colores. Un militar lo golpea en el costado izquierdo con una pértiga de bambú, y él lo fulmina abrasado por la escarcha de la mirada gélida que despide. El tipo que me lo vendió hurgaba a ambos lados, nervioso, como si hiciéramos algo ilegal; y cuando tuvo el dinero en sus manos se esfumó de mi vista. Tuve miedo porque ese Cristo me dejaba perdido, sin saber adónde llevaba el camino que tenía bajo mis pies, extraviado ante esa imagen tan subversiva y desacralizada. Ese Cristo me originó muchas horas de desvelo.

Hay tantos Cristos como experiencia humana, y no debe asombrarnos que la apropiación popular sea más rica que la sagrada. Tengo muchos otros Cristos que no tienen ningún valor material o artístico, pero que recuperan una creencia, una verdad. Y la verdad, aunque sea sagrada, no existe más que en la experiencia personal, en lo vivido. Estos son los Cristos de mi pasión, la relectura deliciosa que el pueblo hace de esta historia divina, en las imágenes profanas que esculpe.

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