lunes, 16 de diciembre de 2013

El odio es peligroso



El sentimiento se oculta porque el odio confesado es impotencia, como escribió Balzac. Especie de delito continuo, lacera y motiva. Sarna que corroe el alma, persuade. La revisión de discursos políticos esconde el término, lo disfraza a veces. Porque el odio se calla, se reprime, aunque empuja, manda, decide. Castiga, transforma y obnubila, sin embargo no se expone, porque es de mal gusto, contraviene principios religiosos, usos y costumbres.

A nadie se le ocurriría ganar adeptos propalando viva el odio! aunque el viva la muerte! sea consigna. Los escritores de los discursos de Trujillo supieron esconder el odio, odiando. Exaltaban virtudes, fustigaban desertores, referían conquistas pendientes, compromisos nacionales pero preferían el temor al odio. Mejor Maquiavelo con el príncipe más temido que amado. Cualquier régimen más que profesar el odio se vale de odiadores. Ocasionales unos, institucionales otros.

Joaquín Balaguer se atrevió muy joven a confesar su odio. Más que atreverse no le importó divulgarlo. Tal vez fue un desliz adolescente. Odió a “poetas afeminados que envidian la virilidad de mi arte, a los consagrados que no han querido tenderle la mano al jovenzuelo imberbe que los abruma con su orgullo, a los que no atreviéndose a combatirme con la pluma, se encogieron de hombros…” después, el sempiterno referente nacional, continuó odiando de manera sibilina y eficaz, no solo a miembros del parnaso y prefirió el miedo para dominar los súbditos.

Elegir entre el odio y el miedo para el control colectivo es difícil. El odio permanece. Aglutina sin reparar en diferencias sociales. El miedo puede vencerse a pesar de su secuela y la batalla engrandece. Por eso hay sediciosos, rebeldes, héroes y mártires, exiliados y prisioneros. El miedo implica sumisión, necesidad de que cualquiera asuma la protección frente al peligro real o creado. Alguien decide atemorizar, escoge las razones, maneja los elementos. Frente a la amenaza se produce cohesión coyuntural. El aviso de un fenómeno natural exige medidas, se acogen para salvarse, pasa el riesgo y la normalidad se impone, el temor unió. Del mismo modo ocurre con la eventualidad política. La inminencia de un ataque terrorista, de una invasión, de un embargo, de una sanción, provoca reacciones colectivas que cambian cuando concluye, desaparece o no se realiza la contingencia temida. Un relato del horror en la Kampuchea Democrática, describe la exposición de los cadáveres, y el porqué del método “… estaban a la intemperie, devorados por las ratas y los gusanos, derretidos por el sol, anegados por las lluvias. Eran el abono del miedo”.

El teatro criminal trujillista tiraba los cuerpos delante de las puertas, avisaba accidentes, dejaba pudrir en parques y caminos supuestos suicidas y el aterrado entorno no miraba, no decía. El director de la campaña que logró derrotar a Augusto Pinochet con el contundente NO, sostiene que el éxito fue descubrir que el adversario no era el general sino el miedo.

El miedo puede ser causa de justificación y hasta de excusa para la comisión de una infracción. Imaginarse un imputado alegando odio para explicar un crimen o un delito, es insensato, antijurídico. Jacinto Antón comenta en El País, la obra más reciente de Laurence Rees, “El Oscuro Carisma de Hitler”. El autor de una bibliografía necesaria para conocer el horror nazi, afirma que el odio era el secreto del führer. El historiador y documentalista, reconfirma el carisma del líder marcado por el delirio. Establece las diferencias entre Stalin y Hitler para avalar su hipótesis. “Con Stalin no había reglas para evitar ser asesinado. Nadie estaba seguro. En la Alemania nazi estaba claro quiénes iban a ser perseguidos por el régimen, en la URSS estalinista no. Stalin unía con el miedo como Hitler con el odio”. “El poder del odio está infravalorado. Es más fácil unir a la gente alrededor del odio que en torno a cualquier creencia positiva”. Puede y puede mucho el odio. Acunarlo es peligroso.

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