viernes, 23 de octubre de 2015
#CDMA: “¿Por qué no puedo dejar de acostarme con mi ex?”
Por mi cabeza corre una cicatriz de unos cuatro centímetros de largo. Si no fuera porque me rapo cada segundo día, ésta casi se vería, pero al decidir no tener que lidiar con mis abundantes entradas y escasa cabellera en el área de coronilla, de alguna forma es el precio que tengo que pagar.
Es raro que alguien se atreva a preguntarme qué me pasó. Supongo porque para el resto es solamente una cicatriz, pero, para mí es una deformidad. El motivo puede no generar curiosidad o, ni siquiera llamar la atención lo suficiente. A los interesados que sí han indagado la razón les respondo con sinceridad —aunque a veces me gustaría decir que me atacó un tiburón, surfeando en Australia—: me quitaron un lunar del diámetro de mi dedo pulgar hace tres años. Las biopsias regresaron limpias y libres de preocupaciones, pero la marca que llevo en el cráneo tras la cirugía, la cargaré durante mi existencia. Todo compromiso sentimental, después de llegar a su fin deja sus propias impresiones en las personas. Algunas son más visibles que otras. Unos las asimilan y siguen con sus vidas como si nada hubiera sucedido y otros, como yo, quienes no saben superarlas.
Desde hace un par de meses que renuncié a mi trabajo de oficina puedo darme el gusto de trabajar en cafés y sitios similares. Por lo general mis audífonos son sumamente eficaces para aislarme del ruido a mí alrededor. Sin embargo, en el último lugar de estos que fui, la conversación de la tres chicas en la mesa de al lado hizo imposible que pudiera concentrarme. —Es un patán —le dijo una a otra—. De verdad no entiendo lo que haces.
La recriminada mujer bajó la mirada y se llevó el popote en su bebida a la boca. Yo subí el volumen a la música que quedó opacada con la siguiente reclamación:
—Estás loca —arremetió la tercera de ellas—. ¿Lo hiciste otra vez?
Ninguna se había percatado que los tres miembros del personal detrás de la barra y yo podíamos escucharlas a la perfección.
—Es que, déjenme explicarles —se defendió la agredida—. Cada vez que lo veo es lo mismo: quedamos para ir a cenar, para ponernos al tanto de lo que ha pasado en los tres meses que no nos hemos visto y termino en su departamento, o sea en nuestro departamento, donde vivimos juntos, y luego yéndome a la mitad de la madrugada en un taxi. No estoy desesperada por dejar de verlo, estoy desesperada porque no entiendo por qué lo sigo viendo y por qué siempre termino en su casa.
—Porque estás loca —le respondieron sus amigas al unísono.
Intenté cambiarme, pero era inútil. El lugar era demasiado pequeño para escapar.
—No he podido tener una relación seria desde que cortamos y creo que es porque no lo dejo ir, porque siempre está ahí. Para mí — siguió ella—. Tengo clarísimo que no quiero regresar con él. —Es que es un patán —la interrumpió una.
—Y se ha puesto violento —afirmó otra.
—Ya sé —respondió la del problema—. Mi familia no lo tolera y yo ya no lo quiero. No lo amo, ya no pienso en casarme con él pero siempre que lo veo terminamos en la cama y yo sintiéndome muy mal.
Inmerso en el huracán de un dilema ajeno, cerré mi computadora y guardé mis cosas, mientras la pobre chica pagaba su penitencia, recibiendo los azotes de los juicios de sus compañeras. Al salir de la cafetería, inevitablemente reflexioné sobre lo que alcancé a escuchar y pensé que eso por lo que pasaba mi vecina no era una cicatriz, sino una herida abierta que ella misma no dejaba cerrar. Me toqué la cabeza, justo en la hendidura que resultó de aquella operación y me llenó de gusto que, en su momento, todo saliera bien.
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