miércoles, 19 de noviembre de 2014

¿Cómo digerimos la infidelidad?



“Él habla de ti en sus sueños, no hay nada que yo pueda hacer para evitar llorar cuando él te nombra, Jolene…” Así penaba la fantástica Dolly Parton en la canción de su autoría, allá por 1973 y que ella convirtiera en un clásico de la interpretación “country”. Hoy, de vuelta al ruedo musical, de la mano de la banda estadounidense de rock alternativo The White Stripes y en la versión personal de Miley Cyrus, tuvo su renacer. Es que el tema de la infidelidad es ancestral y calculo que lo será por siempre.

Con frecuencia, la infidelidad es un síntoma de la serie de crisis por las que atraviesa una pareja. Si buceamos en sus profundidades descubriremos que la infidelidad se activa cuando no encontramos en nuestra pareja lo que estamos buscando. Una sencillez que podrá llevar al colapso a la dupla si no se corrigen algunas variables de convivencia y expectativas.

Algunas de las circunstancias, que si bien no la propician la facilitan bastante, son lo suficientemente básicas como para comprender que la deslealtad amorosa siga vigente: la cercanía entre mujeres y hombres en el lugar de trabajo —imposible de impedir— y la alta disponibilidad de la tecnología. Se cree que las relaciones que comienzan como cuestiones pudorosamente emocionales en el trabajo o por internet (mayormente redes sociales) suelen transformarse en asuntos sexuales ardientes con el mero transcurrir de los días.

La pregunta no radica en saber si va a suceder, sino si lo que vaya a ocurrir constituye engaño o no. Respecto a esto no existe un criterio unívoco, cada uno lo medirá según su perecer y padecer. ¿Es más difícil de soportar que alguien ocupe la cabeza o el cuerpo de nuestra pareja? ¿La infidelidad es física o mental? Deberá existir ese punto de inflexión a partir del cual un pensamiento cambia de categoría y se convierte en amenaza o cuando un contacto corporal transgrede el límite permitido.

Algunos son partidarios de la idea de que el primer impulso es cerebral y otros dirán que el puntapié inicial lo da la necesidad orgánica. Lo cierto es que la pareja infiel se convierte en una de esas fotografías polaroid antiguas que comienzan a desdibujarse, a desaparecer paulatinamente de la escena conyugal. Se “invisibilizan”. Allí es donde reside la consternación del engatusado, no tanto en la acción deshonesta sino en la ausencia, en la conversión repentina del causante en un ser abstracto, indeterminado, neutro. La neutralidad fastidia, todos lo sabemos. El juego “a dos puntas”, el estar allí y aquí al mismo tiempo es proceder negligente y hasta cobarde.

Pero existe un caso tan grave como estrambótico, ¿qué pasa con alguien que tiene que sobrellevar una infidelidad sin enfrentar un adversario “humano”? ¿Qué sucede cuando el tercero en discordia es la red social, la consola de juegos, la jardinería, una miniserie o el trabajo? Si pudiéramos elegir, es posible que prefiramos no ser “engañados” por un aparato o por una actividad, ¿podría ser más considerada la deslealtad si proviene de un ser de carne y hueso?

Indudablemente el asunto de la infidelidad es un territorio más repleto de preguntas que de certidumbres, es un derrotero sembrado de interrogantes, pantanoso, inestable. Podríamos inferir que la mujer perdona las infidelidades, pero no las olvida. En tanto que el hombre olvida las infidelidades, pero no logra perdonarlas. Aún más, el cantautor Joaquín Sabina echa un poco de luz sobre el tema cuando sentencia: “Los hombres engañan más que las mujeres, las mujeres mejor.”

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