miércoles, 6 de noviembre de 2013

La envidia y el egoísmo



La envidia se puede definir como la tristeza del bien ajeno y pesar de la felicidad de otro, o sea que la envidia es el desconocimiento y menosprecio (y también el dolor y la tristeza) del bien ajeno o de las perfecciones y cualidades buenas del prójimo. Es un sentimiento negativo, que repugna la solidaridad social y que termina necesariamente en el aislamiento y en el egoísmo. La envidia es una desviación de las formas que toma el amor propio. En un análisis psicológico del sentimiento, la envidia se ofrece como un factor negativo, y en un análisis moral como un elemento perturbador.

Efecto de la índole del sentimiento, la emulación misma, exagerada, puede degenerar en envidia, no porque la primera sea de índole igual a la segunda, sino porque como el sentimiento recorre con suma facilidad la escala de todas sus manifestaciones (aún las más contradictorias), del mismo modo que es fácil pasar del amor al odio, lo es que la emulación degenere en envidia.

Algo envidiable es algo digno de ser deseado y apetecido.

Se define egoísmo como inmoderado y excesivo amor que uno se tiene a sí mismo y que le hace atender únicamente a su propio interés, sin cuidarse del de los demás.

Se puede decir que el egoísmo es una desviación del amor propio. El egoísmo no es susceptible de una definición positiva: apenas si puede esbozarse alguna de sus cualidades negativas mediante explicaciones anfibológicas.

El egoísmo es la anulación de nuestro ser, que enerva las más ricas energías de la vida. Nuestra índole fisiológica, nuestra naturaleza espiritual, todos, absolutamente todos los elementos complejísimos que pululan y se agitan en nuestra existencia (individual y social juntamente), se hallan dotados de una tendencia al desinterés, de un principio de abnegación y de un germen expansivo, que condenan el egoísmo como negación de la vida y favorecen el desarrollo de nuestras tendencias morales. Lejos de ser, como aparece engañosamente, el egoísmo lo mejor y lo más fecundo, es lo más híbrido y estéril.

Bien conocidas son las tendencias egoístas y exclusivas de los solteros (célibes) y de los eunucos (hombres castrados), porque en unos y en otros la falta de generación (acción de engendrar) ha esterilizado las tendencias nativamente expansivas de su ser. De semejante anulación de la vida dan ejemplo también los niños, que son egoístas porque aún carecen de excesos de energías para aplicarlas al exterior.

La pubertad (algo cualitativo en lo orgánico y en lo moral) es la que transforma el carácter egoísta del niño en el generoso y entusiasta del joven, porque coincide la generación con la generosidad. El anciano ya decrépito reincide en el egoísmo propio del niño.

Otro tanto puede decirse de la fecundidad intelectual que lleva a pensadores y a artistas a producir sus obras como los hijos de su espíritu, de una manera impersonal y desinteresada. Así es que la vida, espiritual y biológicamente considerada, es lo contrario del egoísmo.

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