lunes, 23 de noviembre de 2015

#CDMA: cuando el amor se convierte en necedad



Nunca olvidaré el primer consejo que di sobre amor. Fue a Maricarmen, una amiga de la preparatoria y, he de confesar, que en aquel tiempo lo hice sin tener la menor idea de lo que hablaba. Yo no había tenido nunca una pareja formal ni nada que se le pareciera.

No recuerdo cuál era su problema, pero no debió haber sido muy grave. Quizá su novio —se llamaba Martín— no le prestaba la suficiente atención o había olvidado una fecha importante o confundido el nombre de una ex con el de mi amiga. Quién sabe. Salvo excepciones terribles, cuando uno tiene esa edad, las dificultades amorosas suelen ser pasajeras e intrascendentes. Mi sugerencia en su momento fue tan simple como efectiva. Le recomendé que pusiera en una balanza el estado anímico que su relación le producía. Si ésta se inclinaba hacia lo positivo, y la mayoría de los momentos que pasaban juntos la hacía sentir bien, entonces podía darle una nueva oportunidad. Si, por el contrario, eran más las emociones desagradables, lo ideal era cortar de una vez y ahorrarse futuras contrariedades. Hace unos días, Maricarmen evocó esta anécdota durante una cena en la que nos reunimos varios compañeros de esa época. Tras años sin vernos, cada uno tuvo oportunidad de hacer un recuento de su vida actual y respectivo estado sentimental. Nos enteramos de los que se habían casado, los que tenían hijos, los que se habían separado o divorciado y, quiénes, como Maricarmen y yo, no cumplíamos con ninguna de las anteriores. —Claro, eso no quiere decir que estoy sola, ¿eh? —Remarcó ella—. Llevo casi cinco años con mi novio.

—Es mucho —le contestó alguien más—. ¿Y? ¿No tienen planes de boda?

—No, bueno, ése es uno de los problemas.

Maricarmen se convirtió en el centro de atención e hizo un resumen detallado de su relación. Nos contó que en ese lapso había terminado al menos unas diez veces con su pareja, pero que él siempre encontraba un detalle que la hiciera reflexionar y doblar las manos.

—Después de la última pelea, por ejemplo, hablamos de dar el gran paso. Salió de él. Pero esto ya tiene un mes y no ha vuelto a tocar el tema. Yo creo que está buscando el anillo perfecto. Es como me aconsejó Anjo hace años, ¿te acuerdas? —Preguntó descansando su codo en mi hombro—. Dijiste que pusiera todo en una balanza y tomara una decisión.

Un instante de reflexión después, remató:

—Supongo que la balanza está equilibrada.

Tocó el turno de que otro amigo recordara un pasaje de nuestras vidas estudiantiles y seguimos así hasta que los que son padres preguntaron si podíamos pedir la cuenta. Antes, yo ordené otra copa de vino. Al salir, Maricarmen me envolvió en un abrazo.

—Qué bueno verte, no desaparezcas tanto —dijo.

Quise retomar el tema anterior y responderle que había malinterpretado por completo mi consejo. Que ninguna relación en el mundo podía soportar diez fracturas y que el hecho de haber cortado tantas veces —en promedio una por semestre— era la evidencia irrefutable que ella se negaba a aceptar. Lo que llamaba equilibrio no era más que una necedad. Decidí callar. Mientras nuestros amigos nos enseñaron las fotos de sus hijos en Disneylandia, Maricarmen presumió un fracaso sentimental de cinco años al que no tenía la menor intención de renunciar. Pensé que había sido suficiente por una noche.

—Igualmente, cuídate mucho— le respondí. En el taxi de regreso a mi casa, me sentí orgulloso de haber aprendido a modular mis opiniones. Luego me pregunté, ¿cuánto habrá durado Maricarmen con el tal Martín?

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