viernes, 25 de octubre de 2013

El primer corrupto de la isla (y II)



La ostentación de Cristóbal de Santa Clara se convirtió en un escándalo mayúsculo, y el desfalco al tesoro de la colonia fue procesado por el renombrado Miguel de Pasamontes, quien tuvo que vender casi todos los bienes del acusado, y poner en la picota pública la honra de quien se consagraba como el primer corrupto documentado de la Isla de Santo Domingo.

Aún así el joven tesorero desfalcador siguió teniendo una influencia notable en la vida social de la Isla, puesto que su amistad con el gobernador Ovando lo resguardó, hasta el punto de que a su intervención se debe el hecho de que muchos de los bienes del condenado fueran recuperados a través de intermediarios que hacían propuestas en la puja de la venta pública de sus propiedades. Las características centralizadoras del dominio que estableció en la Isla el gobernador Ovando proclamaban abiertamente su co-responsabilidad en el desfalco. Mira Caballos dice en su libro ya citado que “lo que sí estaba claro es que el desfalco era responsabilidad última del gobernador, pues entre sus obligaciones figuraba la de velar por los intereses de la Corona, administrando sus propiedades y cobrando los impuestos a ella pertenecientes. De hecho los vecinos tuvieron muy clara sino la implicación directa del gobernador al menos sí su responsabilidad, al denunciarlo al Rey por darles lugar a que tanto hubieren metido la mano en la hacienda”. Y ello es creíble porque “ fueron los enormes poderes que recibió el gobernador los que posibilitaron el control de una Isla que hasta entonces había sido un auténtico desastre”.

Maridado con la conveniencia política, el primer corrupto documentado de la Isla de Santo Domingo quedó impune. Su vida disoluta no se extinguió, y bajo la protección del gobernador Ovando logró recomponer su carrera de funcionario público, amparado en esa capacidad de construir el olvido que tiene el poder. Incluso se sabe que llegó a Alcalde de Santo Domingo, y murió siendo regidor perpetuo, legando a su hijo títulos nobiliarios y bienes fruto de sus prebendas de funcionario público.

Pero el estigma que Cristóbal de Santa Clara dejó impreso en la historia dominicana sigue vigente. Lo que salvó al primer corrupto documentado de la Isla fue la impunidad, prohijada por la ideología patrimonialista del Estado, que como se ha visto tiene un carácter histórico. Concepción patrimonial del Estado y corrupción brotaron de un mismo árbol histórico. Exactamente como ocurre hoy día en nuestro país.

Son tantos los Cristóbal de Santa Clara que hemos registrado en la historia, tantos los que andan como si nada hubieran hecho por nuestras calles después de haber desfalcado al país, que a estas alturas la corrupción es vista como una seña de identidad de lo dominicano. Incluso, hay muchos que piensan que la corrupción es genética, pero la historia de Cristóbal de Santa Clara nos demuestra que quienes dirigen la sociedad son los culpables de la legitimación de la corrupción.

Como hemos visto en este pequeño estudio, son los paradigmas de la impunidad los que han legitimado perversamente el uso despótico del poder. Desde Frey Nicolás de Ovando, los Cristóbal de Santa Clara se han estado burlando de nosotros, y es ella, la impunidad, la reina de la samba desdichada de esta nación. La impunidad es el talón de Aquiles de la organización social de los dominicanos. Por la impunidad se repite en recurrencia angustiosa el espectáculo de la degradación moral de un pueblo abatido. La impunidad es la madre de nuestras miserias. Pero la corrupción es histórica, no genética; y si es que el país no puede contra la corrupción y la impunidad, entonces lo que deberíamos es pedir la canonización de Cristóbal de Santa Clara, y convertirlo en nuestro Santo Patrón, en la enseña de la República, en el símbolo de nuestro porvenir.

Como Leonel Fernández anda por Roma y otros países europeos, tal vez le deja caer la idea al Papa, y a su regreso Cristóbal de Santa Clara, un personaje histórico, escrupulosamente datado, hecho ya un Santo, pasa a ser nuestra lumbre y guía protectora. ¡Oh, Dios!

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